Amar a veces significa ser egoísta


“Creo que mi tipo de apego es canino”, bromeé.

“Exacto”, dijo, “es un apego seguro”.

Siempre había entablado relaciones con parejas ansiosas y evasivas, y me habían sacudido con altibajos. Con Eve, por fin entendí que había encontrado a alguien que prefería reír que hacer una broma y que ponía cuidado en conservar sus amistades.

Por supuesto, Bhoga era un complemento seguro para los dos. Hubo innumerables caminatas en las que dio la vuelta para comprobar quién de los dos se quedaba rezagado. Cuando el golden retriever de Eve murió de cáncer en 2017, caminar con Bhoga fue el bálsamo de Eve. Más tarde, Bhoga acogió maternalmente a nuestro nuevo cachorro, Arlo, al que le lamía las orejas. Y en nuestra boda hace tres años, ambos nos acompañaron al altar: ella con una flor en el cuello y él con una corbata de moño.

Cuando regresamos del hospital con nuestro bebé, Bhoga, que entonces tenía 14 años, le dio la bienvenida con un olfateo y un lengüetazo antes de sentarse artríticamente en su cama. Sus orejas se erguían para compensar su creciente sordera, y en los paseos, cuando encontraba grietas en la acera, solía saltar con extravagancia sobre ellas. Nos preguntábamos qué era exactamente lo que aún podía ver. Los extraños se acercaban para acariciarla, atraídos por su dulce carita blanca por las canas y su lenta perseverancia, y quizá por los recuerdos de los perros ancianos que ellos mismos habían perdido.

Muchas veces al día la ayudábamos a levantarse del suelo cada vez que se caía, agradecidos de ser útiles por todo lo que nos había dado, que en esencia era nuestra familia. A menudo se me saltaban las lágrimas, lavando los platos o doblando la ropa, sabiendo que estábamos a punto de dejarla ir. Aquellos viejos sentimientos de abandono volvieron con fuerza. No quería hacerle eso, conociendo su miedo —común entre los perros— a quedarse atrás.

Cuando tomamos la decisión, nos sentimos aliviados de que un veterinario fuera a casa y le administrara medicamentos a Bhoga vía intravenosa mientras estábamos sentados con ella al sol junto a la estufa de leña. Murió en nuestros brazos, tal vez la mejor muerte que puede tener un perro, pero no por ello fue menos dolorosa de lo que pensé.



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